Segunda época, número 13, enero-junio 2022, pp. 15-29.1
Fecha de recepción: 23 de diciembre de 2021.
Fecha de aceptación: 27 de mayo de 2022.
Autora: Mariana Carrizo.2
Resumen
El presente artículo aborda la relación entre la “necropolítica de frontera” y la religiosidad como ámbito de resistencia frente a tal régimen. Su objetivo consiste en estudiar en qué medida la religiosidad popular puede constituir un ámbito que haga frente a los múltiples efectos mortíferos asociados a la migración. Para ello, examino tres prácticas de la religiosidad popular llevadas a cabo por migrantes del Sur Global: la Carrera de la Antorcha guadalupana, México-Estados Unidos; las fiestas patronales realizadas por la comunidad boliviana en Argentina; y el culto a San Simón en la zona fronteriza México-Guatemala. Pretendo mostrar que estas prácticas asumen múltiples formas y niveles de visibilidad pública de acuerdo con las condiciones migratorias de quienes las llevan a cabo, y en función de su vínculo con la iglesia católica.
Palabras clave: necropolítica, fronteras, resistencias, religiosidad popular, Sur Global.
Border necropolitics in Latin America: resistance from popular religiosity
Abstract
This essay examines the relationship between «border necropolitics» and religiosity as a sphere of resistance to that regime. Its aim is to explore the extent to which popular religiosity can constitute a sphere of resistance to the multiple deadly effects associated with migration. To this end, I analyze three practices of popular religiosity carried out by migrants from the Global South: la Carrera de la Antorcha Guadalupana (Mexico-USA), the Virgin of Cochabamba’s festivities organized by the Bolivian community in Argentina, and the cult of San Simón in the Mexico-Guatemala border zone. I intend to show that these practices assume multiple forms and levels of public visibility according to the migratory conditions of those who carry them out, and according to their link with the Catholic Church.
Keywords: necropolitcs, borders, resistances, popular religiosity, Global South.
Introducción
Este artículo se enfoca en el estudio de las relaciones existentes entre la migración transnacional, la “necropolítica de frontera” —modo actual de gestión de la circulación de los cuerpos migrantes—, y sus posibles resistencias. El objetivo general que articula las tres secciones que componen el texto consiste en examinar hasta qué punto y de qué modos la religiosidad popular puede constituir uno de los múltiples ámbitos desde los cuales sujetos y grupos migrantes hacen frente a los diversos efectos “mortíferos” derivados de este modo de gestión y control de los cuerpos migrantes.
Ahora bien, dado que tales efectos van desde la muerte directa en los espacios fronterizos, pasando por la violencia física, sexual y simbólica, hasta las consecuencias que acompañan a quienes migran aun tras cruzar la frontera, esto es, la amenaza permanente de la deportación, el racismo, la xenofobia, el clasismo, la misoginia, así como el desarraigo, la nostalgia y otras formas de “muerte en vida”,[1] cabe la siguiente aclaración: trataré aquí únicamente casos de migrantes que han logrado efectivamente establecerse —con mayor o menor estabilidad y/o legalidad— en sus lugares de destino y, desde allí, organizarse y desplegar sus prácticas de resistencia.[2]
Pues bien, aun cuando no se trata de un artículo que presente resultados empíricos de investigación, sino más bien de un trabajo de tipo teórico, resulta preciso detallar —a modo de una metodología— el procedimiento empleado para su elaboración. Así, en el primer apartado, presentaré el orden en que fueron apareciendo en mi camino investigativo los núcleos temáticos que aquí abordo, así como las vinculaciones teóricas que establezco entre ellos. Partiré allí por aclarar el origen de la premisa que estructura el presente trabajo, esto es, que —en lo que hace a la gestión y control de los cuerpos migrantes— asistimos hoy a una “necropolítica de fronteras”. Definiré, luego, a qué noción de “resistencia” adscribo, y presentaré la primera formulación que me condujo a pensar en “lo religioso” como posible ámbito de resistencia.
En el segundo apartado, mostraré mi posición en torno a la idea de que asistimos hoy a la privatización e individualización de las creencias religiosas, uno de los núcleos centrales de la tesis de la secularización. A continuación, explicaré por qué elijo emplear el término religiosidad —en lugar de religión o espiritualidad— y, más específicamente, el de religiosidad popular. Por último, propondré que, así como existen diversas modalidades de migración, también es posible distinguir niveles de agencia diferenciados entre los sujetos migrantes: es por ello por lo que las prácticas religiosas asumen grados diversos de potencia y radicalidad como modos de resistencia.
En la tercera sección de este trabajo, presentaré tres ejemplos de prácticas de la religiosidad popular desplegadas por migrantes del Sur Global. Los dos primeros casos son festividades más cercanas a la ortodoxia católica: se trata de los cultos marianos de la Carrera de la Antorcha guadalupana (México-Estados Unidos) y las festividades a las vírgenes de Cochabamba y Urkupiña de la comunidad boliviana en Argentina. El tercero constituye el culto a San Simón, desarrollado por migrantes guatemaltecos en la zona fronteriza México-Guatemala. Tendré en cuenta allí tres criterios: las condiciones más o menos violentas a las que se enfrentan sus protagonistas, la relación de estas celebraciones con el catolicismo y, en función de esto último, los niveles de visibilidad y presencia en el espacio público que estos consiguen o, más bien, se les permite.
De la necropolítica de fronteras a lo teológico-político
La idea de “necropolítica de frontera” surgió a partir de la noción de “necropolítica” acuñada por Achille Mbembe (2008)[3] para dar cuenta de un poder que, sobre la base de operaciones de racialización específicas, hace de la eliminación de poblaciones enteras su objetivo principal.[4] Este opera poniendo en marcha prácticas diversas que van desde su esclavización y muerte directa, pasando por la destrucción de sus hogares, recursos vitales y medios de supervivencia, hasta el saqueo y profanación de sus símbolos políticos, culturales y religiosos.
Pues bien, de entre estas prácticas Mbembe subraya la de restringir a ciertos individuos y grupos su derecho humano de desplazarse: mediante el despliegue de límites y fronteras internas, así como la híper-militarización de los controles fronterizos internacionales a través de la proliferación de cordones de seguridad y campos de detención, reforzados con discursos y política racistas y xenófobas, el necropoder prohíbe, dificulta o hace invivible el acceso y permanencia de determinadas categorías de personas a ciertas zonas del mundo.
El autor profundiza estas elaboraciones en Bodies as borders and Technologies of Race (2019),[5] donde aborda puntualmente las formas que asume la lógica racial actual en el control de las migraciones, asunto que constituye, dirá, uno de los grandes temas del siglo XXI. Los cuerpos que migran —sostiene—, se han convertido en producto y blanco de “tecnologías raciales propias de la era del algoritmo” (2019, s/d), que están convirtiendo nuestros propios cuerpos en fronteras: al haber externalizado y miniaturizado tanto las fronteras, las mismas se funden hoy con los individuos. Son algo móvil, portátil, que encontramos allí “donde quiera que exista un migrante potencial desplazándose (2019: s/d)”.[6]
Vemos cómo la necropolítica de fronteras, lejos de restringirse a la función de matar directamente, constituye una maquinaria compleja que combina técnicas de antaño —como la fijación de barreras físicas y sitios de encarcelamiento— con otras propias de la sociedad de control, más “sutiles” pero que, mediante una individualización extrema de lo somático, acaban empujando a los migrantes a buscar rutas clandestinas que incrementan sus riesgos, y sembrando en ellos la amenaza omnipresente de futuros arrestos y deportaciones, entre otras formas de “matar en vida”.
Fue ante este panorama, en apariencia irreversible, que recordé la advertencia foucaultiana, retomada por Mbembe: “no es posible describir ningún tipo de poder sin dar cuenta también de las prácticas que se desarrollan en simultáneo y le hacen frente” (2016b: s/d).[7] Se me reveló necesario, por tanto, indagar en cuáles son o podrían ser las resistencias y re-existencias[8] desarrolladas actualmente frente al necropoder. ¿De dónde provienen? ¿Por dónde comenzar a buscarlas?
Decidí, pues, seguir la pista de Mbembe quien afirmaba de modo algo críptico: “hay resistencia allí donde se desarrolle la capacidad polimórfica de tejer relaciones móviles con el entorno, de transformar la muerte en trabajo para la vida (2016a, p. 235)”. Y más adelante agregaba: las comunidades de esclavos y sus descendientes hicieron frente a la crueldad y el envilecimiento mediante el acto de creación artística y religiosa: inventaron literaturas orales, músicas, danzas, esculturas y máscaras, y reinventaron celebraciones y cultos tradicionales a la divinidad, readaptándolos a sus nuevos contextos. Hallaron en esta doble creación su “última defensa contra las fuerzas de la deshumanización y la muerte”, e hicieron de ella el “envoltorio metafísico y estético de su praxis política” (2016a, p. 270).[9] Tanto el arte como la religión —argumentaba Mbembe— tienen por función principal garantizar la esperanza de otra vida, diferente a la que es, junto con la de re-ligar y hacer coexistir a los vivos con los muertos, a los vivientes entre sí, y reunir el pasado con el presente y la historia por venir.[10] En definitiva, de contribuir a la lucha por seguir con vida: la cuestión política por excelencia.
Partiendo de estos elementos formulé —no sin cierta “incomodidad” inicial— la pregunta que guía este trabajo: ¿es posible hallar hoy en el campo de la religiosidad claves para pensar las re-existencias al poder de muerte? Mi primera sensación se vio reforzada por la sutil reticencia de muchos colegas filósofos y cientistas sociales: quizás nuestras reservas frente a la idea de explorar este ámbito, pensé, se deban al hecho de que en nuestras disciplinas se encuentran todavía muy presentes, aun cuando pareciera superada, ciertos resquicios de la “tesis de la secularización”.
A fin de profundizar en estos temas, elegí cursar un seminario de doctorado titulado “Religión política y espacio público en la modernidad latinoamericana”.[11] Allí entré en contacto con planteos como el de Flavio Pierucci (1998), defensor de una de las tantas versiones de esta tesis, así como un artículo en el que Reneé De la Torre analizaba la “Carrera de la Antorcha Guadalupana” como una práctica religioso-política en pos de la obtención de derechos para los migrantes. Estos primeros textos constituyeron la puerta de entrada al campo, desconocido por mí hasta entonces, de los estudios sobre el lugar que ocupa hoy lo religioso, y su relación con la política, la cultura, y la identidad. Era necesario, entonces, profundizar tanto en las diversas versiones de la teoría de la secularización, como en el estudio de otros casos en los que la religiosidad popular operara como resistencia migrante frente a los embates del necropoder.
En esta línea se inscribía un texto con el que me topé tiempo después de concluido el seminario: Religion, politics and theology: a conversation with Achille Mbembe (2007) de Gayatri Chakravorty Spivak.[12] Allí, Mbembe subraya que, dado que la fe se ha convertido en una dimensión crucial de la subjetividad política actual, es preciso re-interrogar hoy la “vieja categoría de lo teológico-político” (Spivak, 2021, p. 15).
A continuación —y muy en línea con mi sospecha inicial— el autor se pregunta: la politización de la religión ¿tendrá algo que ver con los límites de la “tesis de la secularización del liberalismo oficial? ¿Por qué nos resulta tan difícil admitir que los impulsos e ideas teológicas siguen informando los principios de la democracia liberal?” (Mbembe, 2007, p. 17). Es necesario, responde, completar la crítica del mito de la secularización y, con ella, la crítica de la modernidad misma que empezamos hace ya tanto tiempo. Seguimos cautivos del “mito de la teología modernista” (p. 18) que mide progreso y desarrollo en función de la emancipación de la razón respecto de aquellos modos supuestamente premodernos de cognición y acción.[13]
Es necesario, pues, restituir a la religión su “inteligibilidad”, estudiar los discursos y prácticas que componen no sólo las grandes religiones sino también a aquellas formas de vida no reconocidas por los vocabularios seculares empleados en el debate público.[14]
Necesitamos, más que nunca, prestar atención a esos ámbitos de la experiencia situados más allá de la “política de la razón deliberativa” (Mbembe, 2007, p. 23). La religiosidad constituye, para quienes la practican —y aún más para quienes lo hacen desde sitios signados por la inestabilidad y el peligro inminente de muerte—, el lenguaje conceptual por excelencia para tramitar tanto el sufrimiento como la esperanza. Lejos de ser simplemente una institución, es —concluye Mbembe— “un lenguaje fundamentalmente insurreccional” (p. 32) en tanto da lugar a la potencialidad, a la creencia de que las cosas no están condenadas a ser siempre iguales.
De la secularización a la religiosidad popular
Como anticipé, mi primer contacto con la Teoría de la secularización requería ser complementado. Comencé, pues, por rastrear su origen, a principios de la década de 1970: los procesos de creciente urbanización, industrialización y disminución de la presencia de las religiones en el espacio público llevaron a muchos estudiosos a diagnosticar la creciente secularización del mundo.
Tras revisar algunas de sus elaboraciones más canónicas, que seguían las líneas trazadas por Weber (1987)[15] y conformaron una primera versión de la teoría, tales como Berger (1971)[16] y Luckmann (1967),[17] hallé el trabajo de Blancarte (2009). Se trata de un autor que realiza un repaso histórico por las discusiones dadas al interior de esta tesis. Durante la década de los ochenta, dice, la tesis recibió muchas críticas,[18] así como esfuerzos por sistematizar sus núcleos centrales, a fin de rescatar su validez.
Tal sistematización arrojaba que los postulados de esta primera versión de la teoría que valía la pena conservar eran los de la privatización e individualización de lo religioso, derivados de los de desinstitucionalización y diferenciación. Estos elementos conformaron una segunda versión de la teoría, compartida casi mayoritariamente por los investigadores. Hervieu-Léger (1986), por ejemplo, cuestionó el principio fundante de la primera versión de la teoría (el de la supuesta incompatibilidad esencial entre religión y racionalidad moderna) pero acordó con los postulados de la segunda. Derivó de la desinstitucionalización de la religión la privatización e individualización de las creencias religiosas.
Este planteo inauguró toda una corriente crítica, dentro de la cual es posible inscribir el planteo de Pierucci (1998), mencionado en el apartado anterior, quien sostiene que la tesis de la secularización toma hoy la forma de la “destradicionalización”: los individuos están “desenraizados” de sus tradiciones de origen, y sus compromisos religiosos son cada vez más flexibles y mercantilizados. La religión ha perdido el poder de cohesionar comunidades en torno de sí, junto con la posición axial que ocupaba, dirá, en las “sociedades tradicionales” los sujetos eligen hoy una (o más) experiencia mística del “supermercado espiritual”, del “menú” de “religiones a la carta” (1998, p. 119).
El breve recorrido presentado hasta aquí me permitió comprender específicamente con cuáles de los postulados de esta teoría entraba en conflicto el interés que guía este trabajo, esto es, el de reflexionar acerca de la religiosidad popular como ámbito de resistencia al necropoder. Dado que éste último, como vimos, opera individualizando al máximo los cuerpos y sus movimientos, se me reveló necesario poner en tensión la idea de que hoy en día la consecuencia necesaria de la desinstitucionalización de la religión sea, necesariamente, la retracción de lo religioso al ámbito de lo meramente individual.
Fue entonces que di con un texto de De La Torre (2013) en el que la autora cuestiona precisamente que las tendencias crecientes a la diferenciación y a la desinstitucionalización de la religión se traduzca, necesaria y automáticamente, en la construcción de creencias individuales y aisladas: estos procesos han dado lugar, más bien, a un “nuevo horizonte” colectivo y social, en el que emergen con mayor visibilidad que antes, “dispositivos (rituales simbólicos y espaciales) de recreación del sentido y de experiencia comunitaria que han operado históricamente en relativa tensión y autonomía con la institución eclesial” (p. 9). Se trata, pues, del campo de la “religiosidad popular”.
Ahora bien, antes de adentrarnos en la caracterización de este término, quisiera aclarar la razón por la cual no elijo hablar ni de “religión” ni “espiritualidad”: mientras que el primero de estos términos constriñe el fenómeno a las instituciones y normativas eclesiásticas, el segundo, quizás mejor acogido en ciertos espacios académicos, remite a la individuación de la experiencia de lo sagrado.[19] “Religiosidad”, en cambio, constituye un concepto “umbral”, que permite atender a lo que acontece en los espacios intermedios entre lo institucional y lo individual, entre lo tradicional y lo nuevo, y rastrear —por tanto— sus soportes simbólicos colectivos, sin desatender los efectos diversos que estos producen en los sujetos situados y heterodoxos, que no renuncian del todo a las tradiciones, pero construyen desde y en sus límites.[20]
Pues bien, respecto de la “religiosidad popular”, De la Torre (2013, p. 12) dirá que se trata de una noción que da cuenta de “los sincretismos coloniales y los hibridismos poscoloniales que están a la base de la religiosidad en América Latina”,[21] el espacio “donde se practica de manera simultánea la dominación, la resistencia y la transformación”,[22] es una manifestación del dinamismo permanente entre la asimilación y el rechazo a la modernidad en el continente, entre la resistencia cultural de las tradiciones y su respuesta, no sólo adaptativa, sino también performativa, para generar vías alternativas de ser y estar, de “re-existir” en el mundo contemporáneo, mediante la innovación creativa e incluso la trasgresión de su propio sistema, generando distintas tramas de relaciones de poder entre la iglesia oficial y los creyentes, como entre las relaciones de clase y la colonialidad.
Es, por tanto, una realidad “entre-medio” (in-between) como propone Bhabha (2010). En esta línea, la autora añade: es aquella religiosidad practicada en sitios cargados de memoria e historia, como mercados, rutas de peregrinaje y plazas públicas, en lugares de paso como calles, carreteras, aeropuertos y estaciones de metro, así como también en espacios que “demandan la creación de nuevos anclajes simbólicos para territorializar las identidades: rutas de emigración, zonas fronterizas, espacios de anonimato, territorios de violencia”.
Vemos cómo esto último nos permite avanzar hacia el próximo apartado teniendo en claro que las formas de la religiosidad popular que allí trabajaremos, aun siendo desplegadas en espacios fronterizos, más o menos signados por el necropoder, no operan completamente desvinculadas de las instituciones religiosas: se dan entre ellas y las grandes iglesias permanentes procesos de redefinición, intercambio, negociación, negación, prohibición, y enriquecimiento mutuo.
Prácticas de la religiosidad popular como resistencias al poder de muerte migratorio
Los efectos mortíferos de la necropolítica de frontera varían de un tipo de migración a otro, lo cual decanta en el hecho de que también son diversos, por tanto, los modos de resistencia desplegados por los migrantes, esto es, las prácticas de la religiosidad popular que estos desplegarán.
Es sobre esta base que presentaré aquí dos tipos de prácticas religiosas llevadas a cabo por migrantes del Sur Global. El primero, engloba festividades marianas que, por tanto, aunque re-versionadas, mantienen con la iglesia católica una relación cercana, de mutuo enriquecimiento y redefinición. El segundo, por su parte, abarca prácticas devocionales y figuras más heterodoxas: se trata de santos considerados popularmente como patrones de los migrantes, que se diferenciarán entre sí —a su vez— por el grado de legitimación que les otorga la institución eclesiástica. Todo lo anterior, veremos, se reflejará en los niveles y modos diferenciales de visibilidad y apropiación del espacio público[23] que adquirirán estas prácticas.
Comencemos, pues, con el caso de la Carrera de la Antorcha guadalupana México-EEUU trabajado por De La Torre (2014),[24] definido por la autora como la “transnacionalización de una fiesta patronal local”, en pos de la construcción de una identidad “transfronteriza” (p. 68).[25] Sabido es que la virgen de Guadalupe constituye uno de los emblemas más fuertes de la nación mexicana, así como la encarnación de la nación mestiza y, por tanto, del sincretismo entre la cosmovisión indígena y la fe ibérica.[26] Vale agregar que esta figura, además, acoge bajo su manto múltiples identidades (de clase, étnicas, e incluso de sexo-genéricas), lo que la convierte en figura de diversas luchas por el reconocimiento y, por tanto, de sentidos y usos renovados, incluso contestatarios, en relación con su ritualidad oficializada. [27]
Estamos, pues, ante una masiva peregrinación que, desde 2002, traslada las imágenes de la virgen y San Juan Diego desde la Basílica de Guadalupe (Ciudad de México) hasta la Catedral de San Patricio en el Centro de Nueva York. Se trata de una iniciativa que recupera la tradición popular mexicana de peregrinar a su santuario cada 12 de diciembre, pero re-versionada. Esta carrera, encabezada por una antorcha encendida, dura cerca de dos meses, y recorre una ruta que coincide con la que hacen los migrantes en su diáspora, y pasa por todos los estados de México donde residen sus familias[28] así como, tras la frontera, por los estados de la Costa Este de Estados Unidos.
Ahora bien, esta fiesta popular constituye la cara visible, ceremonial, de una propuesta política más amplia, en la que intervienen organismos civiles, abogados, personal de salud, entre otros actores, en pos de la defensa de los derechos humanos de los inmigrantes indocumentados.[29] La peregrinación (en la que se pide a la virgen protección para los migrantes en su tránsito y que interceda en el otorgamiento de la Green card que les permitiría volver a México a ver a sus familias) aparece como un potente acto político de visibilización y denuncia, y la virgen misma como un símbolo de unión de las familias separadas por la frontera, de un pueblo en dos naciones.[30]
Por último, vale resaltar el nivel alto de ocupación del espacio público que supone el desplazamiento de la virgen tras la frontera, sobre todo el sumun de su llegada a Nueva York y su desfile por la lujosa y cosmopolita Quinta Avenida, sitio central de una de las ciudades más grandes del mundo. He aquí nuestro primer contraejemplo de las ideas de destradicionalización, individualización y privatización de las creencias trabajadas en el apartado anterior: esta peregrinación no sólo recrea comunidad en torno de sí, sino que redefine el territorio a su paso.
Pues bien, el segundo caso de veneración mariana que me interesa traer a colación es el estudiado por Sassone (2009) quien, en el marco de su investigación de los “espacios de vida” colectivos construidos por los migrantes bolivianos en la Zona Sur de la ciudad de Buenos Aires, da cuenta de la religiosidad popular como una de las estrategias culturales transnacionales principales para la generación de lazos de pertenencia étnica y socio-territorial.[31]
Las fiestas patronales, dirá la autora, constituyen uno de los elementos identitarios más fuertes de los barrios donde se celebran: el culto a una de las advocaciones de la Virgen María o la figura de Jesucristo en el lugar de destino, agrega, suele originarse en el seno de una familia que tiene esa devoción y posee una imagen, que entroniza en un altar hogareño al que comienzan a acudir los vecinos, incluso de otros barrios, que pertenecen a la región de Bolivia donde esa advocación es venerada: “si el número de fieles aumenta el culto privado pasa a ser público (Sassone, 2009, p. 173)”.[32]
La autora explica que estas prácticas se iniciaron oficialmente hacia 1972 cuando se trajo, desde Bolivia la imagen de Nuestra Señora de Copacabana, patrona de Bolivia. Poco a poco y con gran ímpetu desde mediados de los años noventa, esta fiesta se ha convertido en una manifestación multitudinaria de la colectividad boliviana. En los últimos años, “la devoción se ha extendido a diversos barrios en distintas fechas y, a la vez, han surgido nuevas manifestaciones, como la de la Virgen de Urkupiña y la de Nuestro Señor de Maika, entre otras (Sassone, 2009, p. 174)”.
Así, de julio a octubre, se suceden las celebraciones en esta ciudad y se repite el ciclo de la religiosidad popular en todo el conjunto metropolitano: en el mes de agosto conmemoran la independencia de la República de Bolivia, y en septiembre realizan una Procesión hacia el Santuario Nuestra Madre de los Emigrantes, en el barrio La Boca, por el Día del Migrante. Ahora bien, es en octubre que se realiza la fiesta principal de toda la colectividad, a la que llegan grupos de Bolivia y distintos puntos de la Argentina, y en la que los bailes constituyen un elemento central. Al respecto, Sassone dice: “el pueblo boliviano, como tantos otros y desde hace siglos, utiliza el baile, en el destino migratorio, como forma de expresión de su identidad cultural. “A través de las danzas, se forja una resistencia cultural que trasciende hasta nuestros días” (Sassone, 2009, p. 175).[33] Las fraternidades y los conjuntos folclóricos, concluye, cumplen el importante papel de socializar y contener a muchos de sus integrantes recién llegados al medio urbano.[34]
La conclusión a la que arriba Sassone consiste en que la inmigración boliviana en el Sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ha creado “paisajes propios”, marcados por “las técnicas materiales, prácticas y creencias del grupo, y por los intercambios de signos, símbolos, significados y valores” (Sassone, 2009, p. 180), que se han materializado en lugares de residencia, de comercio, de ocio y de servicios.[35] Vemos, pues, cómo la ocupación física y la apropiación simbólica de un espacio, la construcción de sitios de anclaje, constituyen instrumentos valiosos para la construcción de una identidad transnacional dentro de la estructura urbana metropolitana.
Una vez presentados los dos primeros casos de celebraciones marianas, es momento de momento de dar lugar al último caso, el más alejado de la ortodoxia católica, y más cercano a las formas más crudas de la necropolítica de frontera. Se trata de los cultos realizados en nombre de San Simón, santo guatemalteco no perteneciente al santoral católico, y popularmente conocido como el protector de borrachos y prostitutas. Llegué a él a través del trabajo etnográfico realizado por Marín (2017) en un poblado de la frontera Sur de México-Guatemala, donde las trabajadoras sexuales lo veneran en la clandestinidad, y hacen de él “su único refugio espiritual” (Marín, 2017, p. 79).
La autora comienza su artículo diciendo que existe controversia acerca del origen de su culto: algunos investigadores aseguran que su figura es resultado del sincretismo, y lo vinculan con un nawal perteneciente a la cosmovisión maya.[36] Desde la antropología social, se lo asocia con Judas Iscariote, mientras que la iglesia cristiana lo relaciona con Satanás: de aquí que su culto es prohibido, incluso castigado, tanto por pastores protestantes como por jerarcas de la iglesia católica. Marín, por su parte, lo aborda como una expresión de la religiosidad popular, espacio desde el cual este santo no sólo ha sido resignificado, sino incluso santificado, aun cuando no beatificado oficialmente.[37]
Pues bien, el estudiado por Marín es un espacio fronterizo, lo cual define en gran medida sus dinámicas sociales: la población migrante centroamericana es allí víctima de múltiples violaciones a los derechos humanos, que van desde trata sexual, pasando por secuestros, hasta ataques xenófobos provenientes de los habitantes mexicanos. La vulnerabilidad de estas personas se exacerba en las mujeres en condición migratoria ilegal, y aún más si ejercen el trabajo sexual.[38]
Otro elemento resaltado por la autora consiste en la transformación del campo religioso de este municipio dados los intercambios producidos por la migración: un número considerable de iglesias protestantes se han establecido allí gracias a la influencia de pastores guatemaltecos que han construido congregaciones religiosas en el lugar. Las iglesias adventistas del séptimo día, mormones, bautistas, presbiterianos y testigos de Jehová conviven, pues, con el culto San Simón, quien –vale destacar- es venerado tanto por mexicanos como por extranjeros. Su principal centro de culto se ubica en la periferia, en uno de los bares de la zona de prostitución, dado que el santo llegó al pueblo hace más de treinta años, “traído por mujeres guatemaltecas que escaparon de la guerra” (Marín, 2017, p. 91).
Las diversas prácticas de culto al santo celebradas por las mujeres en este bar metódicamente son ofrendadas en pos de un deseo de bienestar, de prosperidad en el negocio, pero también para pedir su cuidado: el santo aparece allí como un “padre protector” (Marín, 2017, p. 93). Estas festividades, dirá Marín, “como todas las devociones que no pertenecen a las instituciones cristianas, adquieren su sentido religioso a partir del contexto sociocultural: cada grupo humano que lo incorpora lo dota de diferentes significados” (p. 94).
Cabe aclarar que, dentro de esta devoción, el santo posee un carácter particular, temperamental: si las mujeres sueñan con él, les manda al día siguiente muchos clientes, pero también tiene deseos concupiscentes, siente celos, termina las relaciones amorosas de sus fieles, y venga a clientes violentos, aunque —sobre todo— “es un santo alegre” (Marín, 2007, p. 96). Sin embargo, la relación con sus devotos es horizontal: él debe cumplir sus demandas, pues de modo contrario es castigado con la falta de ofrendas e insultos. Tal horizontalidad, dirá Marín, se debe a que tanto el santo como las prostitutas “viven en las periferias de las instituciones sociales y religiosas” (p. 97).
Estas festividades convierten a la zona de prostitución en un “espacio donde las fronteras de lo sagrado y lo profano se diluyen” (Marín, 2017, p. 97), y a San Simón en un recurso espiritual que protege a las mujeres que comparten con él su carácter periférico. Este santo “abraza en su lecho a las prostitutas del bar Kumbala, que han dejado de ser víctimas de un sistema económico y político para convertirse en verdaderos agentes sociales que transforman su vida” (p. 99).
La autora culmina el texto diciendo que en los últimos años el culto a San Simón ha adquirido una importante fuerza, que se ve reflejada en la transformación del culto y su expansión a varias regiones de Centroamérica, México y Estados Unidos. Esto es posible, sostiene, debido a que “es un santo ambivalente, camaleónico que se ajusta a diferentes contextos devocionales. Cada centro de culto recrea a través de sus realidades locales distintas prácticas religiosas (Marín, 2017, p. 100)”.
Lo dicho hasta aquí muestra la potencia que tiene el culto a este santo —secular y prohibido— en sectores marginados, criminalizados, así como la importancia de atender a las circunstancias sociales, políticas, históricas y económicas de los sitios donde se venera a las figuras de la religiosidad popular, si se quiere comprender los sentidos únicos que asumen en cada contexto devocional.
Vimos cómo, más allá de sus diferencias relativas a los niveles de violencia a los que hacen frente sus protagonistas, así como a su vinculación con las grandes iglesias y sus niveles de ocupación del espacio público —que van de plena visibilidad, en el caso de la Guadalupana, pasando por un pasaje de la veneración privada a la pública de las Vírgenes Bolivianas, hasta la clandestinidad de San Simón—, todas las figuras aquí presentadas se caracterizan por acompañar las angustias provocadas por la ilegalidad, la violencia, el tránsito en carreteras, la vida y la muerte.
Consideraciones finales
A lo largo del presente trabajo he puesto de manifiesto el camino teórico que me ha conducido a estudiar a la religiosidad popular como ámbito de resistencia a los variados efectos de la necropolítica de frontera. Para ello, fue necesario adentrarme en las discusiones acerca de los límites y alcances de la teoría de la secularización como modelo para pensar el rol que ocupa lo religioso en las sociedades contemporáneas.
La revisión por los núcleos centrales de esta tesis me permitió detectar que, dado que la necropolítica opera atomizando al extremo los cuerpos migrantes, su antídoto más potente debía residir en el seno de prácticas colectivas, generadoras de cohesión y lazos de pertenencia. En segundo lugar, este recorrido me posibilitó aclarar (tanto a mis colegas como a mí misma) en qué estaba pensando verdaderamente al hablar de “lo religioso”: no se trataba, pues, ni de religión institucionalizada, ni de espiritualidad individual y privatizada, sino de “religiosidad popular”. Las definiciones de esta noción que hallé en el transcurso de la elaboración de este artículo me permitieron confirmar mi sospecha inicial: ésta efectivamente constituye un ámbito de resistencia al necropoder (en sus diferentes niveles y modos de manifestación), en tanto modo de crear comunidades abigarradas de protección ante la posibilidad de muerte. De deportación inminente y/o de ataques xenófobos, incluso frente a la nostalgia y el desarraigo.
Por último, he presentado al menos tres casos de prácticas de la religiosidad popular, que me permitieron vislumbrar tanto puntos en común como diferencias entre los modos de resistencia desplegados frente a los diversos modos de funcionamiento de la necropolítica de frontera. El caso de la Carrera de la Antorcha Guadalupana ofició de ejemplo de un tipo de práctica religiosa legitimada por la Iglesia católica y, por tanto, de una manifestación que goza de una gran y rimbombante visibilidad pública, así como de relaciones con otras instituciones civiles.
El segundo caso, por su parte, nos mostró una realidad, si se quiere, intermedia entre la hegemonía y la heterodoxia católica, en tanto culto reservado en un primer momento al ámbito privado y “sacado” luego al público. Vimos, sin embargo, cómo —una vez “afuera” — estas figuras crean en torno de sí una serie de elementos que permiten a la comunidad boliviana marcar su fuerte presencia en la metrópolis bonaerense.
Para concluir, vimos cómo el culto a San Simón constituye un ejemplo de práctica religiosa desplegada frente a situaciones de extrema vulnerabilidad, empujada a la clandestinidad, y que goza de una exposición pública baja, casi nula, pero igual de colectiva y efectiva, en términos de re-existencia, para sus fieles.
Espero que lo dicho hasta aquí pueda contribuir a la tarea, iniciada hace décadas por muchos de los autores aquí citados, de desmontaje de los prejuicios hacia la religiosidad, tan instalados en nuestras disciplinas como en nuestra imaginación política, así como a la consideración de la religiosidad como ámbito fructífero para el ensanchamiento de los repertorios de re-existencia llevadas a cabo por las poblaciones del Sur Global.
Referencias bibliográficas
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[1] Para profundizar en el impacto de la migración en el ámbito de las emociones véase Hirai (2014) y Besserer (2014).
[2] No trabajaremos aquí el caso de migrantes que mueren en el desierto intentando cruzar la frontera México-Estados Unidos, ni de las situaciones que atraviesan los refugiados o personas solicitantes de refugio de un lado o del otro de la frontera, entre otros: por exceder los límites y alcances propuestos para este ensayo, quedarán pendientes para futuros abordajes.
[3] Este concepto, contracara y continuación del “biopoder” foucaultiano (2002), llegó a mí durante el proceso de construcción del estado del arte y el marco teórico de mi tesis de grado (Carrizo, 2019a), centrada en el estudio de las relaciones entre la necropolítica y el neoliberalismo.
[4] Véase Carrizo (2019b), así como Valencia Triana (2010) y Fuentes Díaz (2012) trabajos que analizan el funcionamiento del necropoder en México. Consúltese, además, el aporte de León Rojas y Antolínez Uribe (2021).
[5] Conferencia dictada por Mbembe el 7 de octubre de 2019, en el marco del ciclo “Cuerpos como fronteras y tecnologías de la raza”, realizado los días 7 y 8 de octubre en la UNAM. Se trataron allí temas como crisis migratoria global, administración de cuerpos en los regímenes contemporáneos, políticas de representación, y “tecnologías raciales en la era del algoritmo”. La traducción de los fragmentos que citamos aquí es propia.
[6] Desde el comienzo del milenio se ha intensificado y ha aumentado la seguridad en las políticas migratorias: se ha desarrollado a una escala nunca vista toda una serie de tecnologías en las fronteras, enfocadas en la detección biométrica y la “datificación”, es decir, la conversión de las características corporales de las personas en datos. Estas van desde la toma y digitalización de huellas dactilares, hasta pruebas de ADN y técnicas de reconocimiento facial, que se combinan con dispositivos encargados de detectar el cruce de superficies, tales como censores en tierra, radares, dispositivos de creación de imágenes infrarrojas y térmicas, rastreo por geolocalización, softwares de reconocimiento de gestos, entre otras (Mbembe, 2019, s/d).
[7] Se trata de la concepción del poder como relación: “donde hay poder hay resistencia” (Foucault, 2008, p. 98).
[8] Noción acuñada por el pensador descolonial Adolfo Albán-Achinte para nombrar las acciones de restitución de voces, presencias, y saberes arrasados por la violencia colonial, que equivale a la pregunta de “¿qué nos vamos a inventar hoy para seguir viviendo?” (2018, p. 455) y que, por tanto, trasciende a las concepciones meramente adaptativas o defensivas de la resistencia, al apuntar a la idea de volver a existir, de existir de otras formas.
[9] Si bien me centro aquí en la religiosidad, cabe mencionar algunos trabajos que dan cuenta del lugar central del arte en la resistencia de la población negra: Collins (2012) destaca el rol del blues y el góspel como canto divino de emancipación, Thiong’o, (2011) estudia el del baile y el teatro ancestral en la Sudáfrica colonial y post-colonial, y (Roach, 2011) el papel de la música en los entierros de personas negras en el mundo “circunatlántico”. Vale traer además a Quecha Reyna (2014) quien aborda en profundidad la inmigración afrodescendiente en México.
[10] Más allá de la institución eclesiástica propiamente dicha, en tanto que instancia de control dogmático, los esclavos y sus descendientes hallaron en el cristianismo una “futuridad” (Mbembe 2016a, p. 272): la posibilidad de una plenitud del tiempo en que “todos los pueblos se reunirán finalmente alrededor de algo infinito” (2016a, p. 273). Es por ello por lo que rescataron la encarnación, crucifixión, y resurrección, así como los tópicos del sacrificio y la salvación, y los identificarán con su propio sufrimiento y desposesión. La resurrección de los muertos, el hacer que la vida brote allí donde había sido suprimida, es “la fuerza central del cristianismo en la teología política negra” (2016a, pp. 273-274).
[11] Dictado en el marco del Doctorado en Ciencias Sociales (UBA) por el Dr. Marcos Carbonelli (marzo, 2020).
[12] He tenido el honor de traducir al español dicha entrevista y contar con la aprobación y acompañamiento de la profesora Spivak en el proceso. A partir de aquí emplearemos la versión en español (Spivak, 2021).
[13] La modernidad en sí misma puede considerarse como una forma particular de religiosidad: “la fe moderna en la razón se parece en cierto modo a la creencia religiosa” (Spivak, 2007, p. 18). He aquí lo que Spivak llamará “Mitología Blanca”, surgida cuando la razón deja de ser consciente de su propia fragilidad.
[14] Las formas de conocimiento, lenguajes y figuras mediante los cuales los pueblos, cotidianamente y en diferentes contextos, lidian con la guerra, la dislocación, el hambre, el miedo, la esperanza y la vulnerabilidad extrema.
[15] Quien planteaba que la mentalidad racional instrumental había dejado “vacío de espíritu al estuche de la religión, el cual se convertiría en una jaula de hierro vacía de trascendencia” (Weber, 1987, p. 259). Al respecto, Blancarte dirá “desde los inicios de la sociología, esta teoría constituyó el eje explicativo del fenómeno religioso” (Blancarte, 2012, p. 61).
[16] Este autor propone la idea de la “secularización subjetiva”, proceso mediante el cual las religiones pierden normatividad y obligatoriedad y ganan rangos de libertad sobre la selección de sus marcos creyentes. Siguiendo a Weber, Berger afirmaba que el “portador” de la secularización en la civilización occidental es la dinámica del capitalismo industrial, de cuya expansión depende la secularización fuera del ámbito occidental.
[17] Postula la noción de “religiosidad invisible”: la secularización no trajo necesariamente la disminución o desaparición de lo religioso en el mundo moderno, sino que transformó su naturaleza y localización. El individuo aparece como un consumidor autónomo con capacidad para seleccionar de entre las distintas propuestas del aparato oficial como de las diversas representaciones religiosas, y de construir su propio sistema de significados últimos.
[18] En México la tesis fue duramente cuestionada por Casillas (1996) y Ceballos (2000), entre otros. Si bien parecía que esta teoría y los debates en torno de ella habían llegado a su fin en la década de los ochenta, Blancarte (2012) sostiene que estos fueron retomados en los noventa y a principios del siglo XXI, a raíz de procesos que van —dirá— desde el ascenso de la derecha cristiana al gobierno de los Estados unidos, pasando por la ocupación de Palestina por Israel, hasta la pluralización de las religiones en todo el mundo, Menciona dos publicaciones de principios de los 2000 en los que se retoma la discusión (Bruce, 20002; Institute for Advanced Studies in Culture, 2006).
[19] No considero que sea casual que mi propia reticencia inicial, así como la de mis colegas, a hablar de “religiosidad”, se expresara usualmente mediante la pregunta “¿Religiosidad? ¿No es mejor hablar de espiritualidad?”. Considero que esto se debe a que, en tal caso, no se estaba considerando esta diferenciación entre la institucionalidad de la religión y el carácter intersticial de la religiosidad.
[20] La autora sostiene que, dado que se trata de un espacio que no es ni institucional ni individual, sino social, comunitario, sería necio afirmar que sus prácticas dejan completamente de vincularse con las religiones históricas a la hora de legitimar sus prácticas y atribuirles eficacia simbólica. La desinstitucionalización, agrega, no debe hacernos perder de vista las negociaciones que estas tienen con las instituciones religiosas, todavía existentes y vigentes. Volveremos sobre este punto más adelante
[21] Originado por la combinación entre el catolicismo, introducido por los conquistadores, con las cosmologías indígenas y, posteriormente, con las religiones de origen africano que llegaron con el esclavismo negro
[22] Para profundiza en este concepto, véase De La Torre (2012b).
[23] Cabe mencionar que Mbembe (2016b s/d) propone a la visibilidad y ocupación del espacio público como una de las modalidades principales que asume la resistencia a la necropolítica en el presente: “mientras el poder siga operando mediante la invisibilización y la producción de silencios y olvidos, las luchas seguirán tomando la forma de acciones de ‘re-territorialización’, corporal y simbólica”.
[24] La autora empieza su texto subrayando —en línea con lo planteado hasta aquí— que la religiosidad está siendo valorada e implementada cada vez más por las comunidades migrantes para enfrentar los violentos efectos de la movilidad física y cultural (De La Torre, 2014, p. 70). Esta sirve bien como recurso para integrarse al contexto de destino (cuando sus miembros se convierten a los cultos celebrados en su nueva tierra), bien como elemento para redibujar el paisaje extranjero en uno conocido: sus rituales, fiestas, símbolos, y narrativas, les permiten a los migrantes llevar consigo un trozo de localidad, así como formar y fortalecer “comunidades transnacionales” (p. 67)
[25] Resulta ineludible en este punto la referencia a la obra de la feminista chicana Gloria Anzaldúa, Borderlands/La Frontera: The New Mestiza (1987), en la cual la de “transfronterizo” es una categoría ontológica, étnica y topográfica que enseña la necesidad de una “epistemología de frontera” y de una consciencia “transnacional”.
[26] La protección maternal que se adjudica a esta la Guadalupe remite tanto a la virgen católica como a Tonatzin (“nuestra madre” en náhuatl) diosa azteca que los indios veneraban en el cerro Tepeyac, donde se apareció al indio Juan Diego y en el que se construyó luego la Basílica que recibe miles de peregrinos todos los años.
[27] Acuerdo con De La Torre (2013, p. 16) en su afirmación de que “la creatividad de los pueblos en la recreación y apropiación popular del catolicismo permitió una resistencia histórica a los embates colonialistas”. Tal es el caso, dirá, de la apropiación que los indios chiapanecos militantes del Ejército Zapatista de Liberación han generado al colocarle a esta virgen en el rostro un pasamontaña (mismo que se ha convertido en distintivos de los insurgentes indígenas). De manera similar los miembros de la Asamblea Popular de los pueblos de Oaxaca en 2007 reconvirtieron la práctica tradicional de vestir al santo niño dios como ángeles y santos propios del catolicismo popular, en un acto de politización al ponerle la boina del Che Guevara, una escopeta y un escudo de guerrillero. Véase Zires (2009) y la exposición fotográfica colectiva “A vestir Santos”: http://www.rifrem.mx/Galeria.html.
[28] Los peregrinos son recibidos en cada ciudad y poblado por el que pasa la carrera con misas y fiestas, en las que se celebra y bendice a los marchantes, así como a los muertos, caídos y desaparecidos en el intento de cruzar la frontera
[29] Iniciada por los sacerdotes irlandeses del sur del Bronx que en la década de 1980 crearon una asociación para brindar ayuda y asistencia legal a migrantes mexicanos y latinos, y que derivó en la red inter-parroquial “Asociación Tepeyac” que realiza —en ambos lados de la frontera— trabajo de activismo pastoral: actividades comunitarias, culturales y educativas. Esta opera en conexión con más de 300 organizaciones en 25 estados de Estados Unidos, que buscan llevar al congreso una serie de proyectos de ley para legalizar la situación de los inmigrantes y su unificación familiar.
[30] Vale traer, en este punto, un elemento planteado por Segato: la noción de “pueblo” en el escenario contemporáneo no remite ya al “conjunto de habitantes de un territorio geográficamente delimitado”, sino como a un “grupo que porta la heráldica de una lealtad común” e “instituye un territorio en el espacio que ocupa” (Segato, 2008, p. 44).
[31] Otro elemento importante de apropiación del espacio público por la comunidad boliviana lo constituyen las ferias comerciales, las cuales toman la forma de centros comerciales a cielo abierto (tales como “Ocean”, “Urkupiña” y “La Salada” en el partido de Lomas de Zamora), ferias callejeras, comercios minoristas y venta ambulante, y se ubican en diferentes barrios de la Zona Sur de la ciudad. Respecto de las complejas e interesantes dinámicas al interior de la multitudinaria feria “La Salada”, véase Gago (2014).
[32] Acerca del pasaje de las celebraciones privadas de la Vírgen de Urkupiña al espacio público en otra ciudad de Argentina, San Carlos de Bariloche, véase Barelli (2017).
[33] Las danzas bolivianas se originan en diferentes grupos étnicos, regiones y clases sociales. Algunas rememoran el pasado incaico, prehispánico —en el caso de danzas como el Tinku— mientras que otras celebran el mestizaje —tales como la Diablada, la Morenada y los Caporales (Sassone, 2009, p. 175). Al respecto, véase Olivas (2018), etnografía multisituada de grupos de danzantes aztecas en las Californias, que siguen esta tradición y la recrean en las ciudades fronterizas de San Diego, Los Ángeles y Tijuana.
[34] Otro punto en común con el Movimiento de la Antorcha Guadalupana consiste en que Sassone (2009) estudia también, como parte de estas estrategias, la formación y funcionamiento de asociaciones civiles encargadas de defender los derechos civiles de los migrantes bolivianos indocumentados
[35] Los comercios y locales de servicios de bolivianos presentan carteles de publicidad en los que se usan los colores de la bandera boliviana, y nombres tales como Kantuta (la flor nacional de Bolivia), Virgen de Copacabana, Virgen de Urkupiña, entre los más frecuentes.
[36] Sobre la reivindicación indígena y reapropiación mestiza de este santo, véase Pedrón-Colombani (2008).
[37] De la Torre (2013) subraya la potencia de la expropiación popular de uno de los secretos de salvación más monopolizados por la ortodoxia: la canonización. A través de la religiosidad popular, el pueblo tiene la posibilidad de elegir sus propios mártires, en los que identifica sus propios padecimientos. Tal es el caso, dirá, de los migrantes y fronterizos de Tijuana, que escogen a Juan Soldado (Alarcón y Cárdenas, 2013), el del Gauchito Gil en Argentina, el de Malverde, elegido por los narcotraficantes, y el de los fieles de San la Muerte, santo popular que genera rechazo a la jerarquía católica.
[38] Marín (2017) relata la gran tensión que se vive en el poblado cuando el departamento de Migraciones o la Procuraduría General de la República hace operativos en la zona, frente al peligro y violencia que acarrean los procesos de deportación.
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Algunas ideas de lo aquí expuesto fueron tratadas en el “III Foro en Humanidades y Ciencias Sociales del Comahue” (realizado los días 5, 6 y 7 de mayo de 2021 en la Universidad Nacional del Comahue, Neuquén, Argentina), en el marco del Simposio titulado: “El naufragio de la racionalidad occidental o la que nunca fue”.
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Argentina. Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional del Comahue (UNCOMA), Argentina. Actualmente Doctoranda en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina, y Becaria doctoral CONICET, Instituto Patagónico de Estudios de Humanidades y Ciencias Sociales. Líneas de investigación: necropolítica, resistencias y re-existencias en el Sur Global contemporáneo. Contacto: mari.carrier@gmail.com.